Bajo el signo
del demonio
Texto: Anónimo
Abimael despertó al borde de la fosa, sosteniendo el envase casi vacío del Tonayan con una mano, la pala de mango corto en la otra.
Entreabrió lentamente los ojos. La blanca y brillante luz del cielo nublado lo cegó un instante. Se cubrió ese rostro tosco, de simio, con el antebrazo de la mano con la que sostenía el pisto, por lo que aprovechó para darle el último trago. Luego se incorporó. Al hacerlo, tras lanzar el bote a un lado suyo, se sacudió el pantalón de mezclilla con los brazos prietos, mamadísimos, y miró a un lado el hoyo junto al que había pasado la noche. Sobre la tierra se erigía una pequeña cruz de varillas, que miró un instante, y finalmente avanzó.
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Aquel había sido su sexto asesinato en seis meses. El primero lo ejecutó cuando Abimael arrojó de lo alto de una construcción a un albañil compañero suyo que se había negado a pagarle un préstamo. Habían estado chupando toda la tarde, el día de la santa cruz, cuando Abimael, ya pedo, le cobró los dos mil varos que su compañero le había pedido dos meses antes "para pagar unas deudas que me tienen ahogado", según le dijo.
--Págame ya, cabrón --le exigió Abimael. Sobre ambos, en el cielo, la luna llena los iluminaba, y en torno a ella había una serie de cinco estrellas que, si se les ponía atención, parecían formar un bafomet.
--Ora, ñero, ya te dije que no sé de qué me hablas --se hizo como que la virgen le hablaba el albañil, llamado Regino, y dio un trago muy largo a su trago cuando Abimael lo empujó sin más (bebían al filo de aquella construcción) con sus brazos ejercitados a diario cargando bultos.
Abimael escuchó el grito aterrado y el estruendo seco de su colega contra el piso; al levantarse para verlo, sintió un rasguño en la espalda, un ardor que se pronunció hasta el día siguiente que despertó en el cuarto que rentaba en aquel entonces en una vecindad de la ciudad, no muy lejos de ese lugar donde habían estado bebiendo. Giró el cuerpo y fue que vio la punta de una varilla chueca, oxidada, que sobresalía de uno de los ladrillos.
Bajó.
Así fue como uno de esos días mató a su segunda víctima: un señor que quiso regatearle el aplanado de unas paredes a casi la mitad de lo que habían acordado. Abimael estranguló al hombre, que vivía solo, con un pedazo de mecate, y enterró el cuerpo en una vieja cisterna de la casa a la que echó un par de kilos de grava y cemento.
Aquella tarde, más por un retorcido compromiso con su educación cristiana que por sentir rasgo alguno de remordimiento, Abimael acudió a la iglesia más próxima y de inmediato buscó al sacerdote para confesarse. Le contó a grandes rasgos lo que había ocurrido en "esos dos momentos de aturdimiento". Sin perder el control aunque en el fondo estuviera horrorizado, el sacerdote lo mandó a rezar doscientos padres nuestros y cuarenta aves marías. Eso le daría tiempo, pensó el hombre, de ir a su oficina y marcarle a la policía para denunciar a aquel albañil asesino.
Sin embargo, cuando se hincó para orar, frente a un Cristo gigante crucificado, repleto de sangre, Abimael comenzó a sentir un dolor intenso y agudo en la espalda baja, justo en el lugar donde se rasguñó aquella noche que arrojó a Regino al abismo. El dolor se fue incrementando a tal grado que, sudando de plano, Abimael optó por irse de la iglesia para buscar un doctor. Cuando las patrullas llegaron, diez minutos después, aquel hombre de rostro simiesco y pelohongo ya había desaparecido. El sacerdote no supo dar mayor descripción a la policía que lo poco que pudo ver de él a través de la rejilla del confesionario: "Tenía unos brazos fuertes, marcados, la voz como de un hombre resignado...". Uno de los policías le respondió: "De nada nos sirve saber cómo era su voz, pero gracias, ya lo estamos buscando".
Abimael acudió entonces con un médico de farmacia. Este le revisó la espalda y notó la marca que traía; trató de mostrársela a su paciente con un espejo. El albañil alcanzó a distinguir la herida cicatrizada: le pareció que tenía la forma de una cruz, pero de una cruz invertida, pensó al verla mejor. Se le quedó mirando con una tenue sonrisa apenas distinguible en aquel rostro torvo. El médico le recetó una pomada para la cicatriz y unos desinflamatorios para el dolor. Le aseguró que en un par de días se sentiría como si nada le hubiera pasado.
Pero el dolor no amainó. Y por las noches Abimael tenía pesadillas, una en específico en la que un viejo decrépito y caucásico, una persona que, estaba seguro, era imposible que hubiera visto antes, le decía: Para aliviarte, hijo de tu rechingada madre, tienes que matar. Y el ruco gritaba entonces, desaforado: ¡¡¡¡MATArMATArMATArMATArMATArrrrrrrrr!!! Abimael despertaba siempre sudando, siempre con el corazón acelerado, y ése era el único momento del día en que experimentaba una emoción, aunque fuera puro desconcierto.
Regino estaba tirado, con la sangre de la cabeza regada por el suelo. Abimael lo miró un momento, impasible; luego se agachó, tocó el rostro muerto de aquel hombre con el que diez minutos antes había brindado, y se sorprendió de sí mismo porque no sintió dolor, ni culpa, ni miedo. Se incorporó, se percató de que nadie lo estuviera mirando (nadie lo miraba) y echó a andar hacia su cuarto. Una vez ahí tomó las pocas cosas que poseía, las guardó en un morral y jamás volvió.
Así fue que comenzó a recorrer casi todo el país caminando, gastando uno tras otro pares y pares de zapatos, comprándose nuevos en cada pueblo, en cada chamba que consiguió como albañil, oficio en el que era muy bueno. Se acercaba a las obras, ofrecía su trabajo, hacía impecablemente lo que le encomendaban y, por lo tanto, no tardó en tener más trabajo, de casa en casa, de barrio en barrio.
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Abimael llegó hambriento, con la pala de mango corto a cuestas, a una colonia no tan gacha, de casitas de una sola planta que estaba a un par de horas de donde había enterrado a su última víctima, el hermano de una chava con la que estaba saliendo y que lo amenazó de partirle la madre si volvía a verlo. Abimael no dudó en citarlo en los albores de la obra en la que trabajaba en ese momento para que se partieran el hocico como los pinches machos, le dijo: hasta matarse. Tres golpes de la pala de mango corto en la nuca del hermano de aquella chava le bastaron para ultimarlo. Él se llamaba Rosendo. Ella, Eulalia. Abimael salió ileso del duelo, pero al saber que no volvería a ver a su amada se embriagó con un Tonayan para llorar y para, de paso, acallar un momento la voz del ruco caucásico que no había visto antes y que lo perturbaba ya siempre, durante el día, y que desaparecía por completo en noches de luna llena como lo había sido ésa, como lo había sido cuando mató por primera vez. Solo por tratarse del hermano de su amada, Abimael puso una cruz sobre la tierra que lo sepultaba, y se persignó como hacía años no hacía.
Abimael obedeció y se sirvió hasta el tope un vaso del agua rojiza y lo bebió al instante.
--Se ve que estás muy cansado, mijito, ¿vienes de hacer un trabajo? --le preguntó la mujer.
--Sí, seño, una chambita que salió por ahí --mintió Abimael sin inmutarse.
La mujer puso en la mesa un canasto con tortillas calientes, y un momento después un plato de sopa para Abimael y uno para ella. Ambos comieron en silencio, él sin detenerse, devorando una cucharada tras otra; la mujer en cambio comía despacio, sorbito a sorbito.
--Ahorita te sirvo el guisado, mijito. Es birria, ¿te gusta?
Abimael asintió de nuevo agachando levemente la cabeza.
--Creo que allá en el patio de atrás tengo un trabajito: la parte baja de la barda como que necesita una resanada; se me hace que por ahí han de meterse las ratas --expresó la mujer de repente, sin despegar los ojos del caldo rojo, humeante.
--Ahorita revisamos, seño.
--Llegas en el momento perfecto, mijito, quién lo hubiera pensado. Bien dice el señor Chuchito, el de la tienda de acá en la esquina, ¿no la viste al pasar?, dice que por algo pasan las cosas. Hoy hay luna llena, uno no debería salir de su casa ni por las tortillas, pero ve, mijito, por fortuna llegaste tú a mí.
Tocó el timbre y dio dos portazos con sus manotas calludas en un par de viviendas, en las que no le abrieron, hasta que llegó a la tercera, donde una señora mayor, pequeña, de cabellera ensortijada más canosa que negra, un tanto encorvada y sonriente, le preguntó que qué se le ofrecía.
--¿No tendrá para un taco, jefa? Hago trabajos de albañilería, algo que se le ofrezca ahorita...
La mujer, sonriente, se le quedó viendo a Abimael un momento y le dijo:
--Acabo de terminar la comida, mijito, ¿por qué no le pasas?
Abimael asintió con un leve movimiento de cabeza. La mujer le cedió el paso para que entrara. Lo primero que vio el albañil al entrar fue un altar con la imagen de un hombre pelón de barba negra de candado que desconocía y, al fondo, un patio en el que había una cabra blanca amarrada que masticaba algo mientras lo observaba.
--Siéntate, mijito --dijo la mujer conforme servía un plato repleto de sopa de estrellitas, señalando el pequeño comedor--. Orita te paso las tortillas. Vete sirviendo agüita de sandía.
Y al decir eso la mujer le sonrió nuevamente a Abimael y con parsimonia continuó comiendo su sopa. En ese momento, sin saber por qué, el albañil sintió un retortijón brutal que lo dobló sobre la mesa. Su pelohongo cayó sobre el plato vacío de sopa, sobre el vaso cuyo líquido se esparció en el mantel con bordado de la guerra de las galaxias. Era como un calambre que le recorría todo el torso y que en chinga le paralizó todo el cuerpo. Abimael trató de gritar, trató de decir algo, pero solo alcanzó a escupir sangre y de inmediato a vomitar un líquido negro; luego estiró su mamado brazo y miró a la mujer como preguntándose qué era lo que había pasado.
Con sus pequeñas y arrugadas manos, la mujer se llevó el plato a la boca y, de un ruidoso sorbo, bebió lo que le quedaba de sopa. Luego dijo con una voz gruesa, cavernosa:
--Hijo de tu rechingada madre, ya me habías hartado con tus ganas de callarme, de creerte muy chingón poniéndole una cruz a tus muertitos, olvidándote de que son míos, solo míos, pendejo, como lo es ahora tu alma, tu alma asesina, jodida, deliciosa-- le dijo la mujer al cadáver de Abimael, y tras hacerlo se levantó de la mesa muy seria, tomó su plato y su cuchara y caminó hacia la cocina que estaba junto al patio para dejar los trastes sobre el fregadero y acariciar la cabeza de la cabra blanca, cuyo nombre solo era conocido en el infierno.