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La palabra “naco” la aprendí de mi mamá

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Texto: Gustavo

Obra: Gladys Mendez Alayola.

¿De dónde se aprenden las palabras? ¿De la cultura? ¿De la sociedad? O ¿de las oraciones y palabras de nuestros padres? Es la propuesta que Gladys plantea al intervenir dos fotografías con las oraciones: “la palabra naco la aprendí de mi padre/la palabra naco la aprendí de mi madre.” He notado, a través de mi breve vida que las palabras que son repetidas por un tiempo determinado suelen mimetizarse  en el lenguaje y llegan a expandirse como bacterias en la personalidad de una persona hasta ser invisibles. En este caso, la palabra naco no era una palabra que escuchara a menudo en mi infancia pero de alguna manera estaba manifestándose en mi vida cotidiana. Lo primero que se me viene a la mente es mi hogar. Donde vivía yo, era un departamento en un cuarto piso, rodeado por decenas de edificios que compartían espacios en común, se le llamaba: La Unidad. En las escaleras del edificio, a menudo me encontraba con rostros tan familiares que ya pertenecían a la rutina del día al día, lo mismo sucedía cuando salía del edificio y caminaba hacia el estacionamiento. Mis padres saludaban a la gente pasar, sobre todo mi madre que llevaba viviendo en el departamento toda su vida. Al subir al carro, recuerdo que mi día se partía tenía dos momentos: 

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Después de la escuela, regresaba a La Unidad. Comía, hacía la tarea y salía a jugar con mis amigos. Era entonces que, de ser el niño de clase media-baja en la escuela, mis amigos me percibían como el niño fresa porque iba en una escuela privada, además, normalmente llevaba mi balón y mis tenis que eran los más recientes. Ellos iban en escuelas públicas, no hablaban inglés y su lenguaje no era el más adecuado según las enseñanzas de la maestra de Gramática. Sin percatarme, o sin tomarle importancia -hasta ahora que lo estoy escribiendo-oscilaba entre dos mundos opuestos, dos mundos con 10km de distancia. Sólo bastaba subirme al carro para cruzar esa frontera invisible y convivir en contextos distintos. Algo similar sucedía cuando visitaba a mis tíos por parte de mi madre, vivían en Tecamachalco, mientras que la familia de mi padre vivía en Coacalco. A mi madre no le gustaba ir, no lo decía explícitamente pero notaba ciertas actitudes en ella cuando íbamos con la familia de mi padre: era más seria, más callada y constantemente escuchaba discusiones entre mis padres cada que era el día de ir con mis abuelos paternos. Mi madre me llegaba a decir que tenía que estudiar muchísimo para tener un buen trabajo y así pudiera mantener una familia ¿acaso se trataba de un mensaje oculto? ¿Lo que me trataba de decir es que no terminara siendo como mi papá? Poco a poco, esas palabras fueron viajando a través de mi mente, siendo cada vez más difusas para mí, como las fotografías de Gladys que los recuerdos se van tornando menos visibles pero que siguen circulando en los pensamientos. Fue que un día, esos ademanes, esas indirectas de mi madre habían tenido el efecto deseado. Una vez, cuando estaba con mi padre en el carro, me había enojado con él y le dije: “!Qué bueno que cuando eras niño fuiste pobre!” Mi padre, lejos de estar molesto, su cara mostraba sorpresa y desilusión. 

Por la mañana, de lunes a viernes cuando iba a la primaria, la escuela estaba dentro de un fraccionamiento exclusivo en la zona de Lindavista (CDMX) y mis padres se habían esmerado por pagarme la educación de una escuela privada. Trasladarme ahí era una explosión visual ya que las casas eran gigantes, de dos o tres pisos y con estacionamiento propio a comparación del estacionamiento de La Unidad donde teníamos  que caminar unos metros para subirse a al carro. No concebía como una familia pudiera vivir en esas casas tan lujosas ¿cuánto dinero se necesitaba para vivir dentro de una casa así? por fortuna, en la escuela a todos nos trataban de la misma forma no importando la condición económica de los alumnos, sin embargo, salía a relucir qué niños tenían más dinero. Por ejemplo, una vez un niño llevó una mochila con todos sus videojuegos, tenía de todo: de Gameboy Color, del Nintendo 64. En un acto de envidia, cuando él se distrajo, le robé un cartucho de Gameboy Color. Otro día, una niña llevó su álbum de estampas, lo había completado en tan solo dos días porque sus padres le habían comprado todos los paquetes que ella quería hasta que no le faltara ninguna estampa en su álbum. Me dieron ganas de quemar su álbum. 

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Ahora recuerdo ese evento como si se tratara de una fotografía borrosa donde mi padre me está sosteniendo en sus brazos cuando apenas era yo un recién nacido, con la oración: “la palabra pobre la aprendí de mi mamá” marcadas con una pluma indeleble que permanecen en la memoria. He intentado eliminar esa frase que tanto le dolió a mi padre (aunque no me lo haya dicho) pero sé que si hago eso, inevitablemente, los recuerdos de mi padre también se borrarían. A veces intentamos pensar que la infancia fue una experiencia idílica, nutrida de bellos recuerdos, sin embargo, cuando se indaga un poco más en la caja de los recuerdos, es sorprendente como la infancia está teñida de colores grises, con algunos destellos de luz que no logran derrotar el misterio y la confusión en el que el niño se ve inmerso. Tal es el panorama de la infancia en las obras de Gladys, un retrato más fiel a la visión que tendría un niño en relación a su entorno y a sí mismo donde la razón y la cordura no gobiernan.

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